Teoría decolonial para una geopolítica crítica del cambio climático
- Beatriz Hernánpino
- 16 nov 2020
- 7 Min. de lectura
Los derechos humanos y los derechos de la naturaleza
son dos nombres de la misma dignidad
Eduardo Galeano,
Mensaje a la Cumbre de la Madre Tierra (2010)

Cataratas del Iguazú - Lado brasileiro.
Como no quitarnos de la cabeza, cuando hablamos del cambio climático, a un oso polar indefenso flotando en un témpano de hielo a la deriva. O una imagen de una tierra seca, agrietada y devastada que algún día albergó vida. O Al Gore revolucionando el mundo con “Una Verdad Incómoda”. Somos parte de nuestro tiempo y de sus representaciones e imágenes: el Cambio Climático se está consolidando como una de una verdad moderna innegable.
Asistimos a un prolífico momento narrativo sobre lo ecológico, lo ambiental, las cumbres climáticas o “salvar el planeta para salvar el mundo” que se sostiene en tensiones por la construcción de sentidos respecto a la representación de la naturaleza. Una emergencia que se encuentra a la misma distancia del poder que del peligro. Se han conformado una serie de discursos, de lenguajes, de maneras específicas de actuar o de entender el mundo y el cambio climático compartidas, y en cierto modo, y como veremos, hegemónicas.
Aunque se viene anunciando desde hace cuarenta años, es ahora, ante el agotamiento de los recursos naturales sobre los que se sustentaba el capitalismo —el petróleo—, que combatirlo se ha hecho impostergable. Necesitamos transitar nuevos caminos hacia formas alternativas de obtención, acumulación y consumo de energía. Esto supone grandes cambios a nivel económico, social y por supuesto filosófico-conceptual. Un momento en el que los conceptos del pensamiento decolonial serán probablemente una de las aristas principales de la construcción de una nueva sociedad posfósil. Es decir, una nueva sociedad que no utilice la combustión de hidrocarburos para moverse, que no anteponga el fin a los medios y que no olvide a nadie en el camino, y menos en nombre o con el beneplácito del cambio climático.
EL ECOLOGISMO
Lo primero que debemos pensar es que no hay una única visión sobre el cambio climático, aunque lo parezca. Por lo pronto, distinguiremos entre ambientalismo y ecologismo, dos posturas de apariencia similar y utilizadas erróneamente como sinónimos. El ambientalismo entiende los problemas medioambientales desde una óptica administrativa, es decir, cree en que estos pueden ser resueltos sin cambios fundamentales en valores y modelos actuales de producción y consumo. Del otro lado, el ecologismo aboga por una existencia sostenible en la que hay que hacer cambios radicales en las relaciones con la naturaleza y con la forma social y política de entender la vida —es por ello que desde esta perspectiva se usa la concepción socioambiental para incluir la parte social que conllevan la gran mayoría o totalidad de los conflictos referidos a la obtención recursos.
En los años noventa, cuando de forma incipiente surge la idea de economía verde, los procesos productivos comienzan a ecologizarse. Y comienza lo que hoy vemos como un verdadero modelo de negocio: la responsabilidad social. Con el respaldo legitimador de tener en sus manos la salvación del planeta, la crisis ambiental ha dado un nuevo impulso a la sociedad capitalista liberal: la naturaleza se ha economizado y la economía se ha ecologizado.
Para tratar de definir qué beneficios nos ofrecen los ecosistemas, la comunidad científica desarrolló el concepto de servicios ecosistémicos. Desglosadas, cuantificadas y concretas, las prestaciones que la naturaleza otorga a la humanidad representan una nueva forma de entender la naturaleza. Para justificar su protección en los términos que la economía de mercado necesita.
Ideas como estándares ambientales o eficiencia ambiental, equiparan la conservación del capital a la conservación de la naturaleza como si su funcionamiento fuese similar y los términos extrapolables. Como si los beneficios de un río pudiesen ser monetizables al detalle, o de un árbol, o de la leche materna. Una idea que se constituye sin reflexionar acerca de la relación entre las consecuencias de los problemas medioambientales con la sobreexplotación de esa naturaleza capitalizada dadora de servicios.
Debido a sus impactos, el cambio climático se está convirtiendo en un creador de geopolítica en sí mismo. Influye en las economías, en las relaciones entre corporaciones, países y bloques regionales proponiendo cambios más o menos profundos. La emergencia climática representada por la escasez de recursos inminente —sobre todo energéticos— pone en juego la seguridad ecológica de los seres humanos como animales que vivimos dependientes de un entorno. Por ello, para no caer en falacias de lobos con piel de cordero pintados de verde, es necesaria la articulación de derechos de la naturaleza y los derechos humanos desde una perspectiva más amplia, y así construir una geopolítica crítica en estos tiempos de cambio climático.
LA ECOGUBERNAMENTALIDAD CLIMÁTICA GLOBAL
La idea de “conciencia mundial medioambiental” fue consecuencia del Informe Meadows en 1971. En él se hablaba de los límites del crecimiento que dieron lugar a la retórica medioambiental hegemónica actual. En 1987 el Informe Bruntland impone el paradójico concepto de “Desarrollo Sostenible” como “la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus necesidades” como criterio de producción y consumo. Una idea que parece innovadora para los seres humanos pero que el resto de las especies hacen desde siempre: vivir pensando a largo plazo. Algo así como un mantra de marketing que en ningún caso sirvió para modificar las tendencias de consumo del Norte global. El segundo Informe Meadows, en 1991, siguió en la idea mitológica del crecimiento económico infinito.
Eduardo Galeano hace tiempo que hizo el diagnóstico: "La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra seca cubre los desiertos que antes fueron bosques".
El Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) fue conformado por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y el Programa de la Naciones Unidas por el Clima (PNUMA) en 1988. Sus investigaciones se basan en aspectos científicos del clima, la vulnerabilidad de los sistemas socioeconómicos y naturales al cambio climático y las consecuencias y posibilidades de adaptación —entre las que se encuentran preocupaciones como disminuir la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) y atenuar los efectos del cambio climático.
Casi 10 años más tarde, 129 países firmaban en Kyoto un protocolo por el que se comprometían a disminuir un 5% sus emisiones de GEI, a la creación de un comercio internacional de emisiones y mecanismos para un desarrollo limpio (lo que se denominó MDL). De los principales emisores sólo se adhirieron al acuerdo la Unión Europea y Japón, mientras China, Estados Unidos y Australia quedaban fuera.
Aquí, además de ver la irónica eficacia de un acuerdo que no incluía a los más contaminantes, hay un punto muy importante para la geopolítica del cambio climático. No todos los países eran iguales a la hora de tomar medidas. Los países desarrollados entraron en el “Anexo I” con compromisos cuantificados en la reducción de sus emisiones de GEI, el resto de países se consideraron como “No Anexo I” y serían los receptores de políticas y conocimientos para mitigar el cambio climático, pero no tenían responsabilidades específicas. En este punto obsérvese que no crearon una categoría específica, sino que usaron la negación, el no ser.
La toma de decisiones de las medidas para hacer frente al cambio climático reside principalmente en la COP (Conferencia de las partes, el órgano supremo de la Convención de Naciones Unidas para el Cambio Climático). Responde a las consideraciones científicas del IPCC, aunque sin ser sus investigaciones directamente vinculantes. Se hace en total desigualdad de condiciones para los países. Pues no es lo mismo la capacidad de negociación o el conocimiento tecnológico de un país que de otro, ni por supuesto, los recursos que invierten o el número de miembros de la delegación. Además, dichas decisiones dependen de los gobiernos de turno y por lo tanto, los países siguen en el juego geopolítico tradicional de intereses.
Mientras que la supervivencia literal de algunos países depende de la mitigación urgente del cambio climático — de que el nivel del mar no aumente, por ejemplo, en algunas islas como las Salomón en el Pacífico— otros países no tienen escrúpulos para bloquear o entorpecer decisiones.
Como es normal, de estos procesos internacionales emergió una manera determinada de pensar acerca del Cambio Climático. Una serie de actores crearon y resignificaron palabras como mitigación, desarrollo limpio o vulnerabilidad climática; los conocimientos de expertos se revalorizaron, se crearon disciplinas académicas específicas como la ingeniería forestal, la climatología, la consultoría y estudios de impacto ambiental y se desarrollaron tecnologías y políticas entorno a las energías limpias, adaptación de poblaciones y ecosistemas. Todos ellos bajo una misma lógica y discurso articulan lo que la investigadora colombiana Astrid Ulloa define como ecogubernamentalidad.
Esta idea proviene esencialmente de la propuesta por el filósofo Michel Foucault como gubernamentalidad y que se define como el conjunto de instituciones, procedimientos, análisis, reflexiones, cálculos y tácticas que permiten ejercer una forma específica y compleja de control. Tiene como meta principal llegar a la población, como forma el saber (en este caso la economía política) y como instrumento técnico, los dispositivos de seguridad.
El desigual desarrollo tecnológico de los países del mundo no es casual, no ha surgido de una forma natural ni espontánea, sino que es el resultado de la división internacional del trabajo. Así, es en las universidades de los países centrales desde donde se investiga mayoritariamente el cambio climático, desde donde se establece qué hacer y cuáles son las posibilidades políticas para afrontarlo y mitigar sus consecuencias.
La exportación de conocimiento determinan una única visión global para pensar la cuestión mientras elimina otros conocimientos válidos para afrontar el cambio climático. Adivinen cual es esa única visión. Y adivinen quienes son los olvidados.
Los pueblos indígenas y las poblaciones rurales del periférico sur global, por su vinculación con el ambiente de manera tanto material como cultural, se están viendo gravemente afectados por el cambio climático. Pero, ni siquiera como conocedores de los lugares concretos que habitan, han formado parte de las discusiones y de los espacios de toma de decisión del cambio climático nacionales e internacionales. A pesar, eso sí, de que desde el Acuerdo de París en 2015 se reconocen por primera vez los conocimientos tradicionales, indígenas y locales para hacer frente al cambio climático. Se trata más bien, de un acto de lavado de cara que otra cosa, al no establecerse como conocimientos vinculantes sino tan sólo para ser aplicados “cuando correnponda” ó “cuando sea el caso” sin especificar qué requisitos serían esos.
“Finalmente, los mejores científicos del mundo reconocen lo que siempre hemos sabido”, decía la carta escrita por pueblos originarios de 42 países diferentes después de que el IPCC considerara en un informe el 2019 (IPCC, 2019) su importancia demostrada en la conservación de la naturaleza y la gestión de la tierra. Incluso, se alegaba que fortalecer sus derechos era una de las soluciones a la crisis climática. Sin embargo, estas lecciones de los pueblos indígenas, no fueron ni de lejos consideradas en la COP25 que se celebró en Madrid tan sólo seis meses después.
Excluyendo a los conocimientos locales, a los conocimientos con opciones valiosas basadas en otras lógicas, ecologías, saberes, temporalidades, reconocimientos o productividades. El pensador portugués, Boaventura de Sousa Santos, decía si habría alguna posibilidad de que la ciencia no entrase en el escenario como monocultura, si no como parte de una ecología más que dialogue con otros saberes subalternos.
¿No estará en esos puentes entre saberes el camino que buscamos?
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