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La sociedad del vagón

Actualizado: 28 sept 2019


El tren a Alejandro Korn sale a las 11:02, llegamos justo. Esta línea, por las mañanas, se parece más bien a un vagón de ganado, a bordo viajan miles de trabajadores desde la zona sur del Gran Buenos Aires hasta el centro de la ciudad. Pero ahora, que no estamos en hora punta y vamos en dirección contraria, hay bastante sitio libre y nos sentamos para mirar por la ventana.


Desde que llegamos a Buenos Aires, en enero de 2018, se nota la decadencia progresiva: se ve más gente viviendo en la calle, gente muriendo de frío, mendigando, cierres de fábricas, despidos, protestas por todos lados, gente vendiendo en la calle y en los trenes. No es una novedad que son los mismos de siempre los que sufren las crisis.

Leí que la Cámara Argentina de Comercio y Servicios decía que en el último año la venta ambulante había aumentado un 252%. Y también leí que mientras esto ocurría, una media de 82 locales se veían forzados a cerrar: 745 locales en capital y 1.539 en provincia (según los datos de CAC de enero de 2019).


En tren va a salir. Veo a vendedores prepararse para la venta. Decido que voy a tomar nota de cada vendedor que pase ofreciendo algo por el vagón en el que estamos. Es digno de relato, pienso. Personajes pintorescos, tragicómicos, personas reales que viven en los márgenes de la legalidad y que constituyen un mundo paralelo a la clase media, o media-baja como recién estamos celebrando nosotros, más o menos acomodados. Es la contracara de la ciudad, es la realidad de cada día más gente expulsada por el capitalismo global. Aunque en verdad, sería interesante verlo como un capitalismo paralelo: aplican con total naturalidad y maestría las leyes de Adam Smith, y son consumidores netos de todo tipo de cachivaches .


Una chica de unos veinte años, con el pelo teñido hace mucho tiempo de rubio y unos pantalones ajustados, pasa sin decir nada dejando en el regazo de cada persona un librito de crucigramas con un bolígrafo incluído. No dice el precio. No dice nada al pasar, debe de ser de las primeras veces que venden en un tren. Está nerviosa.


Un señor mayor vende alfajores de chocolates triples por veinte pesos.


Un señor con una pinta presumida vende paños de cocina de colores. Tres por cien. En tiendas dice que cuestan 60, o 70 pesos cada uno, "por lo menos".


Un chico muy jóven vende bolsas de basura. Cinco por cien.


Un señor engominado vende bolígrafos con palabras grandilocuentes. "Las famosas estilogáficas", dice, "las que todo el mundo recomienda", dice. Se borran sin dañar el papel. Marca Rottring con goma. Dos por 50.


Un señor alto, flaco, desgarbado, vende crema "cien por ciento" natural que desinflama, anestesia, descongestiona, es antibiótico, "lo mismo sirve para el dolor de rodilla después de jugar a fútbol como para el resfriado", dice. Es una crema maravillosa, "se anuncia en televisión". Normalmente se vende a 120 pesos, señores, por hoy sólo a 50.


"Aprovechen a llevar este regalo a la mamá, a la suegra, a la hija", dice un señor que vende enhebradores que previamente ha saludado al de la crema antes de empezar a vender. Después cuando llego a casa investigo un poco y leo que hay códigos de venta: que no se pueden interrumpir, que sólo puede haber un vendedor de cada vez en el vagón. "Tengo enhebradores, tengo agujas, tengo la boleta del gas", repite.


En otra línea de tren, por ejemplo, el año pasado un grupo de vendedores ambulantes pegó a un chico que estaba rapeando porque decían que había un sistema para trabajar, entra un vendedor y sale otro, no es un tema de capricho: si el se pone a cantar otra persona pierde su turno para trabajar. "Es sentido común y matemática, si en el vagón que estoy yo te ponés a vender vos, la gente o te presta atención a vos o me presta atención a mí", decían los vendedores.


De momento nadie en mi vagón ha comprado nada.


Un señor que anda mal, una pierna más corta que otra, pasa relativamente rápido. Vende caramelos de miel a diez pesos.


Un chico de unos 30 años vende chocolate. Dos por 30. Lleva una gorra y la equipación de la selección argentina. Pasa rápido porque se quiere bajar en esa parada.


Una señora cabizbaja, pequeñita pero gorda, de unos 50 años, pasa dejando paquetitos de subrayadores y bolígrafos. Tres por 50. Sin mediar palabra.


Un señor que antes ha saludado a varios pasajeros vende alfajores de chocolate. "Cada uno pesa 60 gramos", dice. "Cada uno por 20 pesos".


Un chico de dieciocho o menos pasa vendiendo bebidas frías un día de invierno. Veinte pesos la gaseosa.


Un señor de unos 40 años vende chicles. "Para refrescar nuestra vida".


Aún nadie ha comprado nada.


Un chico con una cesta gigante en la cabeza vende chipas (pan de maíz). Cómo nadie le compra se apoya al lado de la ventana y descansa.


Un chico de algo menos de 40 viene cargado con un montón de aparatos y cables. Dice un montón de cosas técnicas sobre airculares, cargadores y celulares y luego dice que "son universales, que valen para todo".


Un señor mayor de bigotín charla con el chico de las chipas de que está descansando. Luego comienza su discurso sobre un espectacular bolígrafo de tinta que se borra. Marca Rottring. Los mismos que el señor de hace un rato. Supongo que son de la misma familia o de otra manera no podían tener el mismo producto al mismo precio sin haber tenido problemas entre ellos.


Un chico rechonchito vende cuellos térmicos (bragas). Dice que son "especiales para el que madruga". Por 60 pesos cada uno. "Quien quiera revisar, sin ningún compromiso de compra". Como nadie le compra se sienta a revisar el Whatsapp.


Un señor de 50 años, un estilo galán con el flequillo cano cayéndole en la frente, vende chocolate. Empieza a cantar el precio y cuando va a decir la marca se da cuenta que se equivoca, se ríe, le da vergüenza, vuelve a empezar. Tres tabletas de chocolate por veinte pesos.


Una señora que habla arrastrando la lengua, que repite la última palabra de cada frase vende obleas de chocolate. A diez pesos cada una. Una chica del otro lado del pasillo le pide una oblea. Es la primera persona que vende en el tren, y son diez pesos.


Un chico muy jóven vende alfajores. De chocolate blanco y negro.


Un chico que seguramente aparenta muchísimos más años de los que tiene y por eso no me atrevo a decir su edad vende bolsas de basura. Grandes y pequeñas. Tiene el pelo recién cortado. No dice el precio.


Un señor que parece poquita cosa, a medio afeitar, con pelo muy abundante vende termómetros. "Para esta época del año algo que siempre se necesita en el hogar". Luis me propone comprarlo, pero no caigo, no lo necesitamos.


Un señor de unos 50 vende chicles a diez pesos.


Un señor que habla muy rápido, casi que se interrumpe a sí mismo, enérgico, vende "los naipes de Toy Story 4" por 30 pesos. 40 naipes por 30 pesos. "Imposible comprar un juguete tan barato", dice. Nadie le compra.


Un señor con una cesta gigante que ha estado intentado vender en el vagón de al lado viene todo enfadado a la puerta y le dice a una señora desconocida, desquiciado, qué de donde viene ese tren, si de Kósovo o de Vietnam. Casi nadie vende nada. El que no vende no gana.


Un señor vende caramelos, paquetitos Mentos. Pasa rápido.


Un señor vende chupachups que tiñen la lengua. Pasan tan rápido que casi no me da tiempo a escribir.


Un señor calvo llega cargado de cables colgados al cuello, como serpientes en un circo. Saluda a un pasajero con aspecto de mendigo y se dirige al público, o sea, a nosotros, para acusarle de mal amigo. Luego le da un beso. Miro a mi alrededor y estamos todos pendientes del drama. Empieza a recitar el discurso sobre los cargadores que tiene colgados en el cuello mientras sigue hablando con su no-amigo, y le pregunta por su señora y por el Gabi.


Un señor con la chaqueta raída, repeinado aunque pero más bien parece que tiene el pelo sucio, vende trapos de cocina. Los mismos trapos de cocina que uno de los primeros vendedores justo al salir de la Estación de Constitución. Y mismo precio, tres por cien.


Un chico gordito con piercing en la nariz vende trapos de cocina. Exactamente los mismos que el anterior y los mismos que el señor del principio a exactamente el mismo precio. Nadie le compra, claro.


Un chico con chaqueta de la selección argentina vende pañuelos descartables. "Para la dama, para el caballero", dice.


Un señor que camina arrastrando los pies y habla mal lleva una cesta muy grande aparentemente vacía. Si te fijas vende cinco chipas. Parece que anda borracho.


Un señor arreglado, con una chequeta de cuero fino vende los últimos estrenos: películas infantiles, drama, "películas cristianas", dice. La chica detrás de mí está interesada.


Un señor que parece una tienda andante de juguetitos de plástico, casi no se ve el cuerpo del hombre. Pasa rápido porque ya llegamos a la estación. Alejandro Korn. Con un vendedor cada tres minutos de viaje.

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© 2019 beatriz hernanpino

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